8.2.07

El faro

Por cierto, he visto que alguien me ha pedido el relato de "El faro", que apareció en la revista Clara de diciembre. Pues aquí va.


El faro


Hace diez años yo no olía a mar cada mañana. No fumaba ni anotaba el paso de los mercantes y de los petroleros, los cambios de tiempo o las mareas, en este cuadernillo cuadriculado que reposa sobre mi mesa.

Estoy sola en este destierro voluntario, acompañada, en verano, por las aves migratorias que llegan hasta este desierto de lava oscura para recordarme que no hay nadie a menos de 50 millas mar adentro, y durante el invierno, por los vientos del Ártico, las borrascas y el paisaje helado de este rincón de Islandia. El resto del año, sólo existe el silencio, quebrado de vez en cuando por la radio y por las tres visitas del “Gunnar”, que navega hasta mi Fin del Mundo para traerme las provisiones y recoger los informes.


Hace diez años yo estaba en Barcelona: dirigía el archivo fotográfico de una revista, pagaba la mitad del alquiler de un piso céntrico, hacía un máster por internet y pensaba en la posibilidad de tener un hijo. Aquel verano -el de hace diez años- fui de viaje a Islandia.
Islandia es la Tierra abierta en canal: una autopsia del mundo que pisamos, toda la vida y toda la destrucción en ebullición, sin misterios, sin piedad; el nacimiento y la muerte compartiendo el mismo plano espacial y el mismo segundo. No hay división ni pudor. Se pierden todas las maneras mientras miras, sin sonrojarte, las entrañas dilatadas de la tierra y hueles a sulfuro humeante después de ducharte.

La isla es una línea circular verde, negra y azul, de suaves ondulaciones y graciosas lenguas heladas que vierten su frialdad en el mar, donde se deshacen con el roce irritante de la sal, y un paisaje interior y en determinadas zonas costeras, inhóspito, rugoso, negro y gris, en el que la vida, y hasta la brevedad del tránsito, son imposibles fuera de los meses de julio y agosto.


La muerte no tiene color. Islandia, en invierno, tampoco. Es la peor época del año, el momento en que el sol desaparece y todo queda teñido de una tenue y uniforme luz pálida, que alterna con la oscuridad más absoluta, vencida tan solo por el haz del faro y las auroras boreales. Aquí cada día es igual, el trabajo es circular y reiterativo, como el recorrido de la linterna. Las semanas van pasando y en el cenicero se acumulan las colillas y la ceniza gris, que debería hacer desaparecer inmediatamente para evitar que el polvo acabe maculando algún milímetro cuadrado del cristal. No debería fumar. Pero a nadie le importa lo que yo haga, siempre y cuando siga aquí, vigilando que el faro nunca se apague.
No supe hacerlo con mi hermana y así acabó todo.

Si hubiera podido iluminarla un poco más... yo no estaría aquí, en medio de la nada, fingiendo que puedo poner luz a la vida de otros cuando no fui capaz de iluminar la suya.

Cayó rodando, en picado, al vacío:
“¿Estás bien?”.
“Sí, sí”.
“¿Tomas algo?”, insistí.
“No, no. Qué dices”.
“¿Seguro que no consumes?”.

“No. Es que hoy me duele la cabeza”.

“¿Ves como no estás bien... Si te pasa algo puedes decírmelo, lo sabes...”.

“Sólo me duele la cabeza”.

“¿Quieres que vayamos al cine?”.

“Estoy cansada. Dormiré un rato y luego iré a por tabaco y alquilaré un vídeo”.
“¿Seguro que no quieres ir al cine?”, pregunté de nuevo.

“Seguro”.

“¿Pero estás bien? Pareces cansada...”.

“Sí, sí. Todos podemos tener un día flojo, ¿no?”.

“Supongo... Pero es bueno hacer cosas cuando estás así”.

“Dormiré un rato y se me pasará”.


Y así fue todo hasta que un día, después de regresar de mis vacaciones en Islandia, la muerte se juntó con mi vida: mi hermana se quedó tumbada en su cama, con la boca semiabierta, sin color en el rostro ni en los labios y el último cigarrillo, aún sin prender, en su mano derecha.

La autopsia reveló que se había tragado 120 pastillas. Un largo invierno. “Muerte dulce”, decían los médicos. Nunca es dulce la muerte para el que se queda aquí y tiene que empezar a fumar a los 30 años.

“El suicidio”, insistía el terapeuta, “es la suprema y desesperada reconciliación con el mundo”. El suicidio es una mierda para el que se queda aquí y siente que bajo sus pies el suelo ha perdido consistencia.


Todos pronunciaban a la vez, amables y tiernas, impotentes, palabras de consuelo, y Andrés siempre estaba a mi lado sin dejar, aunque yo lo deseaba, que me hundiera en la Tierra y que cayera por una de sus grietas, golpeada como estaba por el dolor. Me propuso tener un hijo:
“Unos van y otros... vienen”, me dijo. Unos van y otros vienen.

Subo y bajo como las mareas. Entro y salgo como el viento, no pago alquiler, no hablo con nadie y archivo las noches y los días en mi cuadernillo cuadriculado. No me importa nada, mientras sea capaz de mantener limpio el faro.
El desierto de lava negra que me rodea me recuerda que ésa es mi misión: mantener el faro encendido para evitar que nadie más pierda el rumbo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola!!! he llegado aquí a través de una larga cadena de bolloblogs, y me encuentro con que compartimos algo... ¡¡¡La muñequita Virginia!!!
Esto sin duda significa algo
Besitos

Anónimo dijo...

Perdón, en mi entusiasmo por encontrar otra Virginia no he dicho nada del relato:
... Inquietante...

Thelma dijo...

Muy bonito. Toca el corazón.

Anónimo dijo...

Ostras Mara, pensaba que tu virginia era "the one and only"!
Satori

Anónimo dijo...

Gracias por poner este relato, te deja un triste sabor a mar.

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