1.3.06

Soy yo

Hola. Soy Mara. Ahora sí soy yo. Apenas tengo tiempo de anotar algo en el blog, porque Thais me vigila. A veces tengo la impresión de que no le gusta que yo también escriba. La envidia del creador o la creadora, lo titularía yo si me dejaran hacer un relato acerca de nuestra relación, es decir, de la relación entre un personaje y su autora. En fin, perdonadme si cometo faltas al teclear, pero es que, como os he dicho, debo ir muy rápido y evitar que el sonido de las teclas inunde el espacio del estudio, del estudio de Thais. Su Buda blanco, me mira. Un día de estos os lo enseñaré. Bueno, como siempre que puedo, os dejo un texto para que leáis. Se trata de un cuento que se publicó en una revista de la web, www.acapulco66.com, en el número que estaba dedicado al lema: "Ojos que no ven”. Ahí va:

El fin del mundo
Dijo el filósofo George Berkeley que la realidad sólo existe si es percibida por alguien, es decir si hay ojos que la miren. Y que ese alguien es... Dios.
Cuando llega a la sala principal, todavía a oscuras, puede oír el jadeo continuado de una respiración fatigosa. Hylas se detiene unos segundos, la madera del suelo cruje y sigue andando hasta llegar al gran ventanal. Descorre la cortina: -Señor... De una zona de la sala que se mantiene en la penumbra, surge una figura. -Señor -repite Hylas inclinándose- le traigo el colirio. El señor alarga su mano derecha, con uñas largas y sonrosadas y dedos delgados como los de un guitarrista de blues, que aparece por debajo de una manga de americana quye le va demasiado grande, y coge el botecito de plástico. -Gracias, Hylas...-dice- ¿Sabemos... cuándo llegará? -No han dicho nada. Y, tras unos segundos de silencio en los que el Señor ha ladeado ligeramente el rostro para evitar el golpe de los rayos del sol sobre sus ojos, añade: -Debe aguantar, señor, ya sabe que si deja de mirar... -Gracias, Hylas -le interrumpe- Puedes retirarte. Cuando el Señor se queda solo, se dirige hacia el rincón más oscuro de la sala. Se sienta en un taburete giratorio, saca un espejito del bolsillo interior de la americana y se lo acerca al rostro: sus ojos están hinchados y enrojecidos como nunca antes y sus párpados apenas se sostienen y caen, por los lados de su cara, hacia abajo, dibujandouna expresión de tristeza perpetua. “No aguantaré mucho más”, se dice y mi ra el calendario de piedra que tiene delante, junto a uno de los ventanales oscuros. “Más de mil años percibiendo el mundo, mirándolo todo... Demasiado”, se dice en un suspiro y retirando la mirada de la piedra que le trajeron de Mesopotamia. Deja el espejito sobre una mesita que hay a su derecha, sobre la que reposa la foto de su hijo, y destapa el botecito de colirio; inclina la cabeza hacia atrás y deja caer en su ojo derecho varias gotas del líquido que le alivian momentáneamente; repite con el ojo izquierdo y cuando acaba esta operación que siempre le da ganas de cerrar los ojos, recuerda la frase que le dijo su predecesor: "Si dejas de mirar, si cierras los ojos un segundo, será el fin. Porque esse est percipi”. Al cabo de unos días, el Señor estaba mirando el mundo, con una conjuntivitis atroz. Y es que al final, todos los que se encargan de la tarea de percibir el mundo, tienen serios problemas de visión. Algunos ven en este hecho el origen de los males del mundo: “Si lo miran mal, es como si le echaran mal de ojo”, dicen. La cuestión es que el Señor estaba observando lo que ocurría a años luz de su observatorio cuando escuchó una corrediza por el pasillo. De repente, entró Hylas y, con la respiración entrecortada, dijo: -Ha llegado el sustituto, pero... El Señor se levantó como movido por un resorte: -Que pase. -Pero, señor... El Señor golpeó el aire con su mano para hacerle callar. Se oyeron unos golpecitos, tac, tac, tac, y a continuación entró aquel joven, con un bastoncillo blanco agitando el aire de manera sincopada por delante de sus piernas. -Pero... -No se preocupe- le dijo el chico deteniéndose en medio de la sala- Ahora viene Otto. -Ah, Otto- repitió el Señor con un suspiro de alivio. Hylas, que estaba a su izquierda, intervino: -Me temo, señor que Otto... es un perro.

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